REDES Y TRABAJO EN RED COMO INSTRUMENTOS, PRAXIS Y EXPRESIÓN DE LA SINODALIDAD

Por Roberto Jaramillo Bernal, s.j. 1
Publicado en la Civiltà Cattolica 4146

 

Tanto en su práctica pastoral como en sus discursos el Papa Francisco ha rescatado en un elemento que parece ser fundamental del llamado evangélico a la Iglesia: la sinodalidad. No podemos decir que esta sea una realidad perfectamente comprensible ni unívoca, lo que hace más más difícil la tarea, aunque no menos interesante.

En el Informe de síntesis de la primera Asamblea General ordinaria del Sínodo (reunida entre el 4 y el 29 pasados en Roma2 ) se hace referencia 64 veces el concepto con el sustantivo ‘sinodalidad’ (perspectiva de la s., estilo de la s.), 94 veces con el adjetivo ‘sinodal’ (referido a iglesia, proceso, camino, itinerario, asamblea, modo, prácticas, vida, estilo, espíritu, recorrido, dinámica, perspectiva, sentido, configuración, naturaleza, carácter, experiencia, dimensión, rostro, acercamiento, prospectiva, cultura, diálogo, comunión, manera, consejo, clave, sesión), y 21 veces se utiliza el sustantivo ‘sínodo’ en singular. Los conceptos más utilizados en todo el documento son ‘iglesia sinodal’ mencionada 24 veces (36 en total si le sumamos las ocasiones en que se habla de Asamblea sinodal (6), de configuración sinodal (2) y de naturaleza sinodal), y el de ‘proceso sinodal’ mencionado 18 veces (26 en total si le agregamos las ocasiones en que se habla de camino sinodal (6), recorrido sinodal (1), itinerario sinodal). El primero: Iglesia, asamblea, configuración o naturaleza sinodal se refieren mayoritariamente a una característica propia (esencial) del ser ecclesía, mientras que los conceptos: proceso, camino, recorrido o itinerario sinodal se refieren a un tipo de acción propio (identitario) de ella. Lo cierto es que entre los congregados en el sínodo hubo consenso al confesar que habían llegado a “una primera comprensión que necesita encontrar una mejor precisión” ISS 1, b.

El debate público ha sido intenso y permanece abierto. Gracias a la clarividencia del papa Francisco y a su coherencia vital diversas posiciones se van manifestando con libertad. El sínodo en curso, él mismo en su desarrollo y en su metodología, es una forma doctrinal y pastoral -a la vez- de encontrar sinodalmente una respuesta sinodal a las preguntas sobre la sinodalidad. De la misma manera que “no hay camino hacia la paz, sino que la paz es el camino” 3 , creemos que no hay camino hacia la sinodalidad, sino que la sinodalidad es el camino. La inspiración y razón fundamental de esta búsqueda reside en la doctrina del Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, sobre la naturaleza de la Iglesia, que afirma que es la Iglesia es “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). Aceptada esta premisa dogmática (la iglesia es Pueblo de Dios), la institucionalidad temporal en su conjunto y, por lo tanto, las formas de la función de gobierno de la iglesia, han de estar al servicio de su constitución (de su entidad / su estatus) en tanto Pueblo bajo la única guía del Señor Jesucristo por medio del Espíritu Santo, con dones (carismas y funciones) múltiples para la edificación del único Cuerpo.

Si queremos encontrar respuestas y caminos abiertos en el rescate de la sinodalidad como elemento central de la naturaleza y la práctica eclesial, hemos de utilizar instrumentos nuevos que, no por su novedad sino por su utilidad, puedan abrirnos a perspectivas de ser y de hacer que antes no se habían pensado; ni siquiera buscado o intentado. El gran desafío, ahora, es seguir procediendo sinodalmente en las iglesias locales, buscando y encontrando (‘crear’ en el mejor sentido de la palabra) diversos instrumentos sinodales para avanzar, tal como indica el Informe de Síntesis: “Se propone experimentar y adaptarla conversación en el Espíritu y otras formas de discernimiento en la vida de la Iglesia, valorando según las culturas y los contextos, la riqueza de las diversas tradiciones espirituales. Pueden facilitar tal práctica oportunas formas de acompañamiento, ayudando a descubrirles la lógica y a superar posibles resistencias” (ISS 2, j).

La conversación o diálogo en el Espíritu, en contraste con la simple discusión de ideas o la verborreica exposición (indiferente) de pareceres, fue una herramienta útil para despertar y alimentar una dinámica nueva en la que se alimenta y realiza la sinodalidad. Así lo experimentaron los participantes en la primera sesión del sínodo: “La experiencia de la conversación en el Espíritu ha sido enriquecedora para todos los que han tomado parte en ella. En particular, se ha valorado el estilo de comunicación que privilegia la libertad de expresión de los propios puntos de vista y la escucha recíproca. Esto evita pasar rápidamente a un debate basado en la reiteración de los propios argumentos, sin dejar el espacio y el tiempo para darse uno cuenta de las razones del otro” (ISS 15, a).

Las redes y el trabajo en red resultan ser también instrumentos adecuados, praxis a expresión cumplida de lo que es la sinodalidad en la iglesia. Veamos en qué sentido.

TRABAJO EN REDES, ¿DE QUÉ ESTAMOS HABLANDO?

Mucho antes de que se empezara a hablar de “sínodo” (y de sus correlativos), se empezó a hablar de redes (networks) y de trabajo en red (networking), como fruto de un aprendizaje y de una sistematización, debida sobre todo a las búsquedas en el ámbito de los emprendimientos económicos y tecnológicos, y en menor medida en el de la participación y de la articulación política de grupos sociales. De este hecho se han derivado, al menos, dos consecuencias que es importante explicitar. De un lado, un extraordinario desarrollo tecnológico de las llamadas ‘redes sociales’ que en su abundancia y capacidad de penetrar la experiencia cotidiana de individuos y colectividades se convierten en hipóstasis de las relaciones que dicen favorecer; dominadas fundamentalmente por la lógica del desarrollo del capital: seducir, vender, ganar… y así sucesivamente. De otro lado, hemos de reconocer que la iglesia ha participado en algunos de esos desarrollos de manera indirecta (mediante la participación de algunos de sus miembros en esas ‘empresas’) pero que – como sujeto social –ha llegado tarde a la discusión (ética, filosófica, política, científica) y a la implementación (social, pedagógica, pastoral) de las redes.

Ambas consecuencias tienen desdoblamientos muy importantes a la hora de hablar de las redes y el trabajo en red como instrumentos, praxis y expresión de la sinodalidad eclesial. La primera de ellas nos previene contra la idea elemental y espontánea de pensar que una red o el trabajo en redes se reduce al manejo (simple o complicado) de instrumentos tecnológicos de comunicación: estar / vivir / trabajar en las redes sociales. Por más simple que sea esta observación, el carácter espontáneo de esta idea elemental (la de que las redes o el trabajo en red es trabajar en / con redes sociales) hace absolutamente necesaria esta advertencia y la siguiente afirmación: cuando hablamos de redes (networks) y de trabajo en redes (networking) no estamos hablando ni primera ni fundamentalmente de trabajo en o con redes sociales; porque no le son absolutamente necesarias (aunque en alguna medida puedan ayudar)4 . Y la segunda deducción, derivada de la segunda premisa, es que en materia de redes y de trabajo en redes la Iglesia – como sujeto social – tiene mucho por aprender y todo a ganar, si se abre cordialmente y no trata a las redes y al trabajo en red como una amenaza secular a sus formas tradicionales.

Digamos por ahora que por red o redes entendemos, entonces, un actor social colectivo, diferenciado, específico; un sujeto (activo) apostólico que asume el trabajo en común como forma de alcanzar un objetivo mayor, inalcanzable por los miembros de la red de manera independiente. Por trabajo en red entendemos, a su vez, una praxis específica, que requiere pedagogía y una metodología, pero que – ante todo – se funda en una filosofía, una razón de ser que podemos expresar en estas otras tres máximas: “soy porque somos”, “la unidad prevalece sobre el conflicto” y “lo nuestro es tan o más importante que lo mío”.

El trabajo en redes es un fenómeno novísimo en el seno de la Iglesia, y merece todavía mucha observación y discernimiento antes de poder hablar de él utilizando instrumentos conceptuales que permitan generalizaciones. Por ahora, es necesario promover, acompañar y contemplar lo que el Espíritu Santo hace en los intentos -exitosos o no- de trabajar en red/es, manteniéndonos abiertos a gustar, valorar y discernir su contribución específica. Por eso no se trata de hacer ahora un estudio exhaustivo (¡bien valdría la pena hacerlo dentro de algunos años en el marco de una seria investigación teológica!). Me limito enseguida a exponer algunas características esenciales del trabajo en red (1), a señalar dos virtualidades de las redes en el contexto eclesial: por un lado, su valor intrínseco como praxis y expresión de sinodalidad y, por otro, su importancia estratégica como instrumento (sinodal él mismo) de participación social y realización de la misión de la Iglesia: anunciar el Reino en el mundo (2) y, finalmente, termino con algunas consideraciones y preguntas actuales (3).

EN QUÉ CONSISTE PROPIAMENTE EL TRABAJO EN REDES

Una red es un grupo de personas (o de grupos / organizaciones) que -a partir de diversas pertenencias complejas- se dan a sí mismos algún tipo de organización en función primordial de una misión que es, para todos los miembros, expresión y potenciación de su propia y particular misión.

Hay redes de diversa forma e intencionalidad: redes de estudio e investigación, redes de trabajo en torno a un problema o desafío, redes de apoyo y desarrollo institucional; algunas son numerosas y extendidas, otras pequeñas y restringidas a una región o un tipo de participantes; las hay abiertas o cerradas, institucionales o de afiliación personal, entre otros muchos tipos. La riqueza de su variedad se constituye en un espacio generativo (génesis) de valor extraordinario para la vida eclesial, pues en ellas la sinodalidad se expresa de manera generosa.

Toda red nace, se desarrolla y justifica su existencia en función de una misión común mayor que la adición de los intereses de sus componentes, pues el todo es superior a la suma de las partes5 . De ahí que uno de los axiomas fundamentales de una red sea que ‘lo nuestro es tan o más importante que lo mío’. El trabajo en red no tiene futuro si las partes sólo buscan en ella el interés de su propia organización o proyecto (“participo para ver de qué manera me puedo beneficiar o de qué manera puedo beneficiar a otros”). Si no hay un claro propósito común, querido (no sólo aceptado) y vivido (no sólo afirmado verbalmente) por todos los miembros, independientemente del número y de la diversidad que la constituya, la red es una carga para quienes la forman; es inútil.

El propósito común no desconoce ni anula las particularidades -individuales o colectivas- de los miembros de la red. Cada miembro de la red es diferente: en forma, en textura, en calidad, en tamaño, en largura, en resistencia, en configuración, en color, en funciones, etc. Por eso a la hora de describir lo que es una red la imagen de una de las coyunturas del cuerpo humano sea mucho más fiel, rica y evocativa (figura 1) que la de una serie de puntos (aún siendo de diferente calidad, color y tamaño) unidos unos con otros de manera más o menos compleja por rayas o vínculos diversos (figura 2). En una rodilla, por ejemplo, el tejido óseo necesita de la cavidad y del líquido sinovial para cumplir su misión última tanto como los ligamentos necesitan de la cabeza de tibia y del peroné y del extremo distal del fémur, los meniscos precisan de las bolsas serosas, los huesos de los diversos músculos, y así sucesivamente; todos completamente diversos (en extensión, color, textura, consistencia, tamaño, forma, etc.), todos en relación, todos participando, todos por una misma misión imposible de alcanzar de otra forma. El más pequeño o desapercibido de los elementos es tan importante como el más grande y visible de ellos. La función de cada miembro tiene sentido y realiza su propia identidad solamente cuando se articula y completa con las demás. Cada uno de los miembros de una red, por sí solo, no está en capacidad de producir los resultados, y mucho menos el impacto que se persigue en común. Por más importante, visible o poderosa que sea la misión particular que se tiene y las capacidades que se ostentan – sea a nivel de personas o de instituciones – la participación en una red implica una misión más importante y definitiva que sólo es posible completar con otros, quienes, a su vez, encuentran también en ella una manera de generar un impacto mayor que aquel que individualmente se está llamado o se puede producir.

Dependiendo de esas particularidades y diferencias se construyen las relaciones entre unos y otros, y son ellas las que hacen que cada miembro, en su especificidad esencial, y cada relación, en su particularidad estratégica, sea fundamental en la red; pero, al mismo tiempo, son esas mismas particularidades y diferencias lo que les hace indispensable el trabajo en red para alcanzar el propósito común.

Una red no se construye en función de la forma de los miembros o de sus homogeneidades (parroquias con parroquias, mujeres con mujeres, centros sociales con centros sociales, etc.). Es la misión común la que guia las alianzas a ser hechas: un objetivo que va más allá de las funciones y de los intereses de los individuos o colectividades miembros de la red, esas que le dan a cada miembro su propia identidad en la diferencia; eso es, precisamente, lo que cada uno ha de aportar a la red, no importa el tamaño, la forma o la visibilidad que un u otro elemento tenga. Una de las tentaciones y posibles causas del fracaso en el trabajo en redes es focalizarse en la similaridades en lugar de focalizarse en la complementariedades a la hora de imaginar, formar y construir el trabajo en red.

Tejer las relaciones que requiere el trabajo en red (sea de individuos o de instituciones) no es simple fruto de una decisión o una estrategia organizativa o metodológica; no se trata de una formalidad. Ese tipo de trabajo supone la instalación y cuidado de un espíritu que va más allá de la colaboración y que llega a ser una verdadera complicidad en las tareas para lograr el objetivo mayor. De ahí que sea tan ineficaz y resulte siempre decepcionante bautizar cualquier trabajo en grupo como ‘red’, o exigir a un grupo de personas acostumbradas a trabajar de una determinada manera que de ese momento en a delante sean una ‘red’. Decisiones organizativas y metodológicas son ciertamente necesarias, pero no son de ninguna manera suficientes.

INSTRUMENTOS, PRAXIS Y EXPRESIÓN DE LA SINODALIDAD

Por todo lo anterior podemos afirmar que en una verdadera red (trabajando en red) no sólo hacemos más, sino que somos más. No se trata sólo de estar en una red, sino de ‘ser red’, de darse en red: de enredarse (en-red-darse)6 . Trabajando en red (redes) no sólo se hace más, sino que lo que se hace se hace mucho mejor. Yendo más allá de la responsabilidad individual al compromiso y, sobre todo, a la responsabilidad colectiva (lo que hemos llamado: complicidad) se termina transformando la cultura operacional de una institución.

La red, constituida como complicidad operativa en torno de resultados e impactos mayores en función una misión común compartida es un nuevo ‘sujeto apostólico’7 . En una verdadera red no sólo hay más ojos, más voluntades, más masa crítica, más reflexión, sino también la voluntad común (una ‘complicidad’ la llamamos anteriormente) de un sujeto colectivo pasible a la acción del Espíritu que discierne sus propuestas y planes de acción. No se trata de un proyecto o de una iniciativa ejecutada por socios más o menos aliados o alineados, sino de un nuevo ente colectivo, con su autonomía, creatividad, juicio y responsabilidad; un actor importante con su propia identidad y propósito. Ese cambio entitativo la(s) califica y sitúa como interlocutora (s) definitiva (s) en el servicio eclesial que está (n) llamada (s) a prestar, no sólo entre agentes / sujetos pastorales sino también frente a las instancias jerárquicas de la Iglesia.

Este es uno de los mayores desafíos tanto de las redes en la iglesia como de la Iglesia respecto del trabajo en redes; especialmente de quienes ejercen la función jerarquía en todas sus formas y niveles. Porque el ejercicio de la autoridad en ella en su forma genérica no ha sabido considerar, tradicionalmente, lo colectivo como un sujeto propiamente dicho. De ahí la inseguridad que provocan las redes y las dudas que sobre su autonomía y su control suelen cernirse rápidamente (prejuiciosamente) en diversos niveles institucionales, sean diocesanos o de la vida religiosa. La misma exigencia de eclesialidad que se le puede plantear a las redes (y al trabajo en red) para poder ganar / tener carta de ciudadanía en la iglesia, ha de pedirsele a quienes ejercen las funciones jerárquicas (y a las instituciones que representan) para abrirse a la realidad de que el Espíritu Santo inspira, habla y guía a la totalidad del pueblo santo de Dios, como lo reafirma el documento informe de la reciente sesión del Sínodo: “Porla unción del Espíritu, que ‘enseña todo’(1Jn 2,27) todos los creyentes poseen un instinto respecto a la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei. Este instinto consiste en una cierta conaturalidad con las realidades divinas y en la actitud a acoger intuitivamente lo que es conforme a la verdad de la fe. Los procesos sinodales valoran este don y permiten verificar la existencia del consenso de los fieles (consensus fidelium) que constituye un criterio seguro para determinar si una particular doctrina o praxis pertenece a la fe apostólica” ISS 3, c.

REDES E INSTITUCIONALIDAD ECLESIAL

Lo que se da, pues, al nivel de trabajo en redes es una complicidad operacional asistida por el Espíritu Santo en su discernimiento común que podemos llamar: la redarquía. Se trata de un concepto nacido en la primera década del milenio en el ambiente del trabajo colaborativo y abierto de las redes tecnológicas, sucesivamente resignificado en el campo de la gestión del talento y el liderazgo de equipos complejos. En nuestro caso, aplicado concretamente al trabajo en redes eclesiales, el concepto expresa – por analogía con su correspondiente: la jerarquía – la dinámica de organización interna y externa de las redes en su búsqueda y realización de la misión en la Iglesia. Nótese bien que destaco la preposición ‘en’ para indicar que no se trata de la noción de lugar o de tiempo, sino de modo, es decir dentro de la Iglesia, desde dentro de ella: eclesialmente.

Cuando hablamos de redarquía estamos, pues, refiriéndonos a la dinámica organizativa -más o menos autónoma- por medio de la cual las redes se dan a sí mismas una orientación y una organización en función de la misión eclesial de la cual son partícipes por derecho propio. El trabajo en redes va más allá de la colaboración hasta alcanzar una real complicidad operacional en la decisión, construcción, implementación y realización de la misión común; y todo ello – ¡qué duda cabe! – con la luz y bajo la guía del Espíritu Santo al que todos debemos escuchar y seguir (obaudire / obedecer). Lo confirma la palabra del Sínodo en curso: “a la luz del magisterio reciente (en particular, Lumen Gentium y Evangelii Gaudium) esta responsabilidad de todos en la misión debe ser el criterio base de la estructuración de las comunidades cristianas y de la entera Iglesia local con todos sus servicios, en todas sus instituciones, en cada organismo de comunión (cfr. 1Cor, 12, 4.31)” ISS 18, b.

El discernimiento realizado es en el Espíritu y en Iglesia, inclusive en el caso de que algunos de los miembros de la red o participantes en el trabajo en red tengan otras pertenencias eclesiales, no confiesen la misma fe o no confiesen ninguna. De esa manera las redes en la Iglesia son también fermento en la masa, sal en la tierra, luz en medio de las tinieblas. De allí les viene, además, su carácter profético y misionero ad-gentes (en la fronteras actuales).

Antes de concluir creo indispensable aclarar e insistir en lo siguiente: la función de la redarquía no se opone a la función de la jerarquía, de la misma manera en que ‘participación’ no se opone a ‘organización’. Lo opuesto a la jerarquía no es la diversidad carismática de los miembros en su legítima y plena participación, es decir: en su ejercicio sinodal como actualización del sacerdocio común; lo que se contrapone a la jerarquía es el autoritarismo (el poder sin autoridad) o la anarquía (ni autoridad ni poder). El ejercicio responsable de la función jerárquica necesita, se nutre, se inspira, es provocado, enriquecido por la energía, la creatividad, la iniciativa que proviene de la función 8 redárquica.

Para finalizar recordemos que un trabajo en redes necesita, tanto en el proceso de formación como en su época de florecimiento, de personas, de tiempo y de recursos económicos y materiales; si falta alguno de estos tres elementos una red está condenada al fracaso. Sin personas que cuiden las relaciones y lleven a cabo los acuerdos y tareas ya decididos, sin tiempo de trabajo dedicado explícitamente a cultivar el espíritu de la red entre los miembros de las organizaciones y a desarrollar su propia contribución al propósito común, y sin los suficientes recursos para obtener resultados y causar el impacto deseado, no hay trabajo en red posible. Todo eso hay que construirlo en las redes mismas; pero nada de eso será posible si no se encuentra en la jerarquía (aquellos que están llamados a la función de confirmar en la fe) y en los responsables de las instituciones, una actitud abierta y benévola a manera de crédito (apostar por el trabajo en red), de confianza (promover con apertura adulta) y de apoyo fraternal (acompañar con responsabilidad) a lo que se hace en las redes.