Brasil está entre los mayores productores y exportadores agrícolas del mundo, pero su alimentación sufre graves deficiencias por inseguridad, insostenibilidad y mala nutrición, según distintas evaluaciones.
Una semana de huelga nacional de camioneros, iniciada el 21 de mayo, basto para desnudar la fragilidad del abastecimiento alimentario, que prácticamente colapsó en las grandes ciudades brasileñas por lo menos en la oferta de productos perecederos, como hortalizas y huevos, destacó la red Articulación Nacional de Agroecología.
Brasil ocupa solo el 28 lugar entre los 34 países clasificados por el Índice de Sostenibilidad Alimentaria (ISA), desarrollado por la italiana fundación Centro Barilla para la Alimentación y la Nutrición, junto con la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist.
Mejor desempeño, entre los países latinoamericanos, presentan Colombia (13), Argentina (18) y México (22), según la evaluación basada en 58 indicadores que miden tres pilares: la agricultura sostenible, los desafíos nutricionales y el desperdicio de alimentos.
Pero también Estados Unidos, el mayor productor agrícola mundial ocupa solo el puesto 21 en el ISA, lo que refleja esa discrepancia entre agricultura y alimentación sostenible, que tampoco tiene relación directa con el nivel de ingresos por persona de los países.
“El sistema alimentario brasileño es insostenible en las dimensiones ambiental, social y económica”, sentenció Elisabetta Recine, presidenta del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Consea), órgano asesor de la presidencia del país con dos tercios de sus 60 miembros provenientes de la sociedad civil.
“La producción se concentró, así como también el comercio. De esa forma los alimentos tienen que ser transportados desde lejos, encareciéndolos y acentuando el consumo de aquellos durables, industrializados y menos saludables, en las ciudades”, observó a IPS la también profesora de nutrición en la Universidad de Brasilia.
Lo ejemplifican bien los cuatro supermercados de la red Kinfuku, en la región de Alta Floresta, en el norte del estado de Mato Grosso, la frontera sur de los bosques amazónicos. Allí venden alimentos transportados semanalmente en camiones desde el sureño estado de Paraná, a más de 2.000 kilómetros, confesó a IPS su propietario, Pedro Kinfuku en uno de sus establecimientos.
Mato Grosso es el mayor productor nacional de maíz y soja, monocultivos destinados principalmente a la exportación o a la industria de alimentación animal y que acaparan las tierras locales y expulsan la siembra de alimentos humanos.
Ese “largo circuito de producción y consumo” es parte del sistema cuya inseguridad quedó evidente ante el paro de camiones en pocos días, subrayó Recine.
Además concentra riqueza, genera poco empleo y aumenta la desigualdad social en el país, y en lo ambiental exacerba el uso de agroquímicos, acotó.
Brasil, que había logrado salir del Mapa del Hambre de Naciones Unidas en 2014, volvió a registrar un aumento de la desnutrición y la mortalidad infantil, ante “recortes en los programas sociales, el desempleo y empobrecimiento general de la población”, lamentó la nutricionista.
A la vez “la obesidad aumenta en todas las edades y regiones del país, en relación directa con la mala calidad de la alimentación y la falta de acciones preventivas, como la creación de ambientes alimentarios saludables, con regulaciones que restrinjan ciertos productos”, sostuvo la presidenta de Consea.
“Hay que considerar el sistema alimentario desde la tierra, la semilla hasta el postconsumo, el desperdicio”, defendió.
El “problema estructural” del modo de producción, transporte, distribución y consumo de alimentos en el mundo hoy, particularmente en Brasil, resulta de “dos desconexiones, una entre agricultura y naturaleza y otra entre producción y consumo”, sintetizó el agrónomo Paulo Petersen, vicepresidente de la Asociación Brasileña de Agroecología.
Esa agricultura de monocultivos, “sin interacción con los ecosistemas, se basa mucho en importación de insumos incluso petroleros, degrada el ambiente, provoca erosión y deforestación, en contraste con la agricultura antigua que valoraba nutrientes del suelo”, señaló en diálogo con IPS.
Para Petersen, el consumo se aleja de la producción agrícola en distancia física y también por la cadena de procesamientos, que va generando desperdicios y “homogeneizando hábitos con alimentos ultraprocesados y exceso de azúcar, sodio, grasas y conservantes, que conducen a la obesidad y las enfermedades no transmisibles”.
Todo eso, apuntó, está relacionado al cambio climático, a la pérdida de biodiversidad, a los crecientes problemas de salud, a la concentración de la propiedad de la tierra y el poder dominante del agronegocio y las grandes corporaciones.
“Es necesario reorganizar el sistema alimentario, cambiar su lógica, y eso es obligación del Estado”, sentenció Petersen, también coordinador ejecutivo de la organización no gubernamental Familiar y Agroecología y miembro del núcleo ejecutivo de la red Articulación Nacional de Agroecología.
Brasil puso en marcha acciones positivas en el sector de alimentos, como el gubernamental Programa de Alimentación Escolar, que establece un mínimo de 30 por ciento de productos de la agricultura familiar en la comida que ofrecen las escuelas públicas a sus alumnos, mejorando así su calidad nutricional.
Además, se reconoció a la agricultura familiar como productora de la mayor parte de los alimentos consumidos en el país y se creó un programa de crédito a ese sector con intereses reducidos.
El problema, según Petersen, es que esa financiación a veces fomenta los mismos vicios de la agricultura industrial, como el monocultivo, el uso de agroquímicos.
Hay un creciente conocimiento sobre los males del “agronegocio” y la necesidad de prácticas agroecológicas, además de iniciativas diseminadas por el país, pero el sector agrícola dominante ejerce su poder de una forma que bloquea cambios, reconoció.
El grueso del crédito agrícola, la asistencia técnica, la tierra concentrada en pocos propietarios, la influencia en el poder estatal, todo favorece a los grandes agricultores, que también tienen la mayor bancada parlamentaria para aprobar “sus” leyes, advirtió Petersen.
En Brasil hay 4,4 millones de familias agricultoras, que engloban 84 por ciento de los establecimientos rurales y producen más de mitad de los alimentos de la canasta básica del país, según cifras oficiales.
Pero se trata de un colectivo con escasa influencia en el Estado ante el poder de algunas decenas de los grandes productores.
También los Bancos de Alimentos constituyen un ejemplo de buenas acciones, aunque limitadas, para reducir el desperdicio y los riesgos de desnutrición en grupos más vulnerables de la población.
Surgieron por iniciativas aisladas en los años 90 y solo fueron adoptadas como programa de gobierno en 2016, con la creación de la Red Brasileña de Bancos de Alimentos, bajo coordinación del Ministerio de Desarrollo Social.
También el Servicio Social del Comercio (SESC), constituido por empresas del sector, empezó en 1994 a crear bancos de alimentos en su propia red, que denominó Mesa Brasil y que al finalizar 2017 contaba con 90 unidades en operación en 547 ciudades.
Ese año la red atendió a 1,46 millones de personas por día y distribuyó 40.575 toneladas de alimentos.
Es la mayor red de esos centros en el país, pero resulta escaso en un país de 208 millones de habitantes y 5.570 ciudades.
Mesa Brasil capta alimentos que ya no serían vendidos por las empresas, por sus normas comerciales, pero “en perfectas condiciones de consumo”, y los entrega a instituciones asistenciales.
“Además promueve acciones educacionales a trabajadores y voluntarios de entidades sociales y colaboradores de las empresas donadoras”, sobre seguridad alimentaria y nutricional, según Ana Cristina Barros, gerente de asistencia de SESC a nivel nacional.
“Una de nuestras mayores dificultades son las trabas legales que impiden donaciones de empresas de alimentos, que están cada día más persuadidas de hacerlas”, lamentó a IPS.